Search Engine Submission - AddMe Viajera atemporal: La decadencia de la belleza

viernes, 9 de julio de 2010

La decadencia de la belleza


Yasmine ghata, La noche de los calígrafos, presenta los últimos días de esplendor del bello arte de la caligrafía en la Turquía de la transición producida con la llegada de Ataturk. La nueva república establecida prohibía la lengua y la escritura árabes, instaurándose una versión modificada del alfabeto latino, marginando así a los calígrafos y haciendo que fuesen, uno a uno, cayendo en el olvido. Así fue como el cálamo y el papel pulido dejaron de tener el protagonismo que la época de los sultanes y los obreros de la escritura les daban y pasaron a ser la nostalgia de algunos pocos amantes de las letras y de la tinta, entre los cuales me incluyo.

Pero este libro es también la vida de Rikkat Kunt (1903 – 1986) mujer y calígrafa, cuyo nombre se escribió con oro junto al de otros egregios calígrafos. Es una extrañeza encontrar un nombre femenino en esta profesión, dominada por hombres, y para que tengamos constancia de esta excepción que confirma la regla, he aquí algunos fragmentos de este libro maravilloso con el que podemos aprender algo más de este arte en desuso:


Alineadas en la estantería de mi biblioteca, las pequeñas esculturas con la efigie de derviches entraban en trance. Con la cabeza inclinada y los brazos doblados sobre el pecho en signo de sumisión, eran transportadas por los hechizos del minarete vecino. No podía retener las lágrimas al ver aquel espectáculo. Liberadas, las figuritas se sacudían al son del canto. Su peinado ahusado abrazaba el aire en un apretón repetido, dibujaba círculos perfectos. Las dejaba hacer, su libertad sólo duraba un instante, volverían a adoptar la expresión hierática.
Llevado por el juego, mi cálamo seguía sus circunvoluciones. El papel no era necesario, la tinta tampoco. Mi muñeca, demasiado rígida, no conseguía captar su torbellino. El tallo de la caña frotaba su vientre contra el papel secante, giraba sobre sí mismo. La hendidura de la punta se volvía invisible a simple vista, ocultada por la toma de tinta. La punta oblicua se posaba sobre el papel, el trance continuaba. El negro opaco se sometía al encadenamiento, en una grafía informe. Bajo mis ojos resplandecientes se extendía la frase inscrita en la cabeza del derviche: “¡Oh nuestro dulce Jalal al Din Rumi!”.




Un día me entraron ganas de dilatar las letras, hasta el punto de desafiar las leyes de la gravedad. El nombre de Alá escrito con letras monumentales me lanzó una mirada negra que me heló de espanto. Durante la época en que fui alumna de la escuela de los calígrafos del sultán, nunca me había permitido esas transgresiones.
Sometida a los ejercicios tradicionales, iluminaba Coranes, los adornaba de rosas marginales, de unwan y de cedvel. Sobresalía en la ilustración de los libros de oraciones de elogio del profeta, dibujaba en una doble página el santuario de la Meca enfrente del de Medina. Dos tierras santas protegidas por una misma muralla de ladrillo. Y luego las tumbas de los discípulos del profeta con la cúpula pintada de colores vivos.

Mi maestro, el gran Mustafá Osman, se extrañaba de verme tan dinámica y criticaba mi rapidez en el trabajo; él, que, durante muchos días, se encerraba en su estudio, rechazando todo contacto humano, para pensar lentamente su obra última, la tughra, del sultán Abdulaziz.


Podía ocurrir que uno de mis alumnos me hiciera la pregunta que todas las generaciones confundidas me harían un día u otro: “¿Le ha costado imponerse en esta profesión masculina?”. Mi respuesta nunca satisfacía su curiosidad, sólo los convencía a medias. Contestaba con un tono evasivo, hablaba de mi perseverancia, del trabajo obstinado realizado durante los años de aprendizaje hasta el primer cumplido mezclado de sorpresa de mi maestro. Me había ilustrado sin haber llamado nunca la atención.




La república turca sustituyó en 1928 la escritura árabe por una versión modificada del alfabeto latino. El nuevo alfabeto fue presentado a Mustafá Kemal en una tablilla de oro. La larga genealogía de los calígrafos, las leyendas que les atribuían, así como los apodos poco halagadores como “el pobre”, “el jorobado” o incluso “el pecador”, desaparecieron para siempre jamás al igual que la localización exacta de sus tumbas que permanecieron anónimas. Los lamentos religiosos dejaron de adornar las composiciones. El espiritualismo de “la bella escritura” ya no estaba de actualidad.
En 1936, los locales de enseñanza de las artes de la caligrafía fueron transferidos a la Academia de Bellas Artes de Estambul donde yo enseñaba. La reforma había empobrecido considerablemente la profesión, tanto por la desaparición de ilustres artistas como por la ausencia de transmisión de un saber condenado a caer en el olvido. También se planteaba el problema de las condiciones de conservación de las obras que las generaciones futuras debían proteger.

Yasmine ghata, La noche de los calígrafos.

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